Por Edwin González para TIVA TV
Vivimos en una era donde la palabra “ciencia” ha sido elevada a un altar. Muchos la profesan como una nueva religión, con doctores y expertos como sus sacerdotes modernos, y publicaciones revisadas por pares como sus escrituras sagradas. Pero, a diferencia de la fe verdadera —que se sustenta en convicción profunda y coherencia eterna—, esta nueva fe ciega en la ciencia moderna se apoya en un suelo movedizo: el cambio constante, el revisionismo y, peor aún, la corrupción.
La verdadera ciencia es, por definición, un método de búsqueda, de prueba y error, de observación constante y de auto-corrección. Lo que se afirma hoy puede ser descartado mañana. Sin embargo, en los últimos tiempos, hemos presenciado cómo se ha dejado de cuestionar en nombre de la «autoridad científica«. Se impone sin diálogo, se obedece sin análisis, y quien duda, es tildado de “anticientífico” o “conspiranoico”.
Peor aún, esta adoración no es hacia la ciencia como proceso libre, sino hacia una ciencia secuestrada: la que responde a intereses industriales, especialmente farmacéuticos. ¿Cómo confiar sin cuestionar a empresas que han sido multadas repetidamente por engañar al público, falsificar estudios, promover medicamentos peligrosos y ocultar efectos adversos? ¿No es precisamente anticientífico confiar ciegamente en instituciones con historial delictivo?
Este fenómeno ha dado paso a lo que podemos llamar el “culto a la propaganda farmacéutica”. Un culto donde la fe se deposita en inyecciones, pastillas y protocolos, sin espacio para el pensamiento crítico. Un culto donde la salud se mide por la obediencia, y no por el bienestar del individuo.
Paradójicamente, muchos de estos “creyentes de la ciencia” se burlan de quienes sostienen creencias milenarias, como los fundamentos bíblicos. Argumentan que la fe en Dios carece de evidencia, mientras aceptan sin evidencia duradera los dogmas del día, que la propia ciencia desecha con el paso del tiempo. ¿No es eso también fe? ¿Y no es aún más peligrosa cuando está alimentada por campañas de marketing y presupuestos multimillonarios?
Delegar nuestra responsabilidad personal —la de investigar, discernir y decidir por nuestra salud y nuestra vida— en entes cuyo principal objetivo es el beneficio económico, es renunciar a nuestra libertad. La verdadera ciencia no exige obediencia ciega, sino mentes despiertas. Pero este culto moderno no admite preguntas, solo sumisión.
Ha llegado el momento de desmontar los altares del cientificismo dogmático, y de volver a una ciencia humilde, libre, y verdaderamente al servicio del ser humano. Mientras tanto, quienes cuestionan, investigan y defienden su derecho a decidir —ya sea por convicción científica, espiritual o ambas—, merecen respeto, no burla. Porque hoy más que nunca, cuestionar no es ignorancia: es de sabios.